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Soldados muriendo por nuestra libertad
Mi ejército y sus soldados caídos defendiendo nuestra libertad, merecen respeto y no podemos permitir que pisoteen su memoria con una falsa y mezquina condena por genocidio, porque ellos, antes y después de ser soldados, eran indígenas y campesinos de verdad, no de los que sólo se colocan sombrero y toman el machete para ir a bloquear carreteras para que les regalen lo que deberían estarse ganando con su trabajo.
 
 
 
 
 
El niño que quería ser un soldado
La historia detrás de la historia.

Las personas que han estado a punto de morir, dicen que toda su vida les pasa como una película en un par de segundos.    Demuestra eso que la velocidad del pensamiento no ha sido medida y que podría ser mayor a la velocidad de la luz?   Aunque sea discutible el nivel de detalle al que puede llegar esa película “de un par de segundos”, es evidente que en tan crítico y breve instante, la mente del ser humano discrimina aquellos recuerdos que no correspondan a momentos especiales y que no contribuyen a la sensación esa que les permite afirmar a los que han estado moribundos: “Vi toda mi vida pasar frente a mí en un instante”.   Porque al final, esa vida de la que hablan, se compone de pocos momentos especiales, aquellos en los que hicimos o dejamos de hacer cosas que nos definen como las personas que los demás creen conocer en nosotros.   Difícilmente nos definirán por aquellas cosas que teníamos la intención de ser o hacer, porque ni se enteran de ese potencial que dejamos dormido, desperdiciándose egoístamente para nuestro deleite personal.

Estamos a punto de someter a Antonio a esa prueba.  Queremos que su vida pase frente a sus ojos y nos la relate.  Como bien se dijo: Aquellos instantes que lo definen como la persona que conocemos, la persona cuya historia, en estos días, conviene escuchar.

Estamos acomodándonos porque la historia de Antonio iniciará y las damas tienen una mesa con un enorme coctel de frutas que casi nos dice: “Empiecen a probar”.   Pero los niños no se pueden quejar, porque mientras se acomodan en su silla,  las golosinas en tantos platos hondos como niños asistentes tenemos, les han convencido que disfrutarán de aquella reunión y sin ser matemáticos están seguros que hay un plato para cada uno.           Platos de plástico, cuya colorida decoración especial para niños es ignorada, precisamente, por los niños, porque su atención está en el rico contenido:  ricitos, quesitos, tortrix, nachos y en un azafate aparte habían dulces haciendo las veces de postre.   La cena fue el inicio de aquella velada, con frijoles recién cocidos, huevos fritos y tortillas de un comal rodeado por tres hijas de Antonio que parecían desafiar al fuego picándolo con los mismos leños que para ellas no ardían lo suficiente, luego tomando las calientes tortillas con sus manos sin gesto de dolor que hubiese hecho creer a cualquiera que fanfarroneaban con sus habilidades, pero era algo tan natural y cotidiano para ellas y para todos los presentes, incluyéndome, que nadie reparaba en la proeza, pero bien agradecíamos ese detalle: tortillas recién salidas del comal.  ¡Nada como aquella cena!

¿Qué sucedía en la mente de Antonio?  ¿Cómo lograba ordenar sus recuerdos para relatar su historia? No lo he visto ausentarse, allí ha estado todo el tiempo platicando de una y de otra cosa, de lo que está cultivando, de su asistencia a la iglesia por las noches, de la delincuencia, de la tibiesa y corrupción de las autoridades, de todo, platicábamos de todo, pero él, siempre procurando que nos atendieran sin descuidar detalle.   Nadie parece estar en desacuerdo con Antonio, su esposa e hijas que en raras ocasiones le acompañan cuando nos visita en la capital, saben que hay una amistad de hace más de treinta años, que cuando Antonio nos visita me complace atenderle como corresponde a los amigos, también saben que soy el que disfruta enviándoles esos frascos gigantes de rica mayonesa del PriceSmart, que transforma el sabor de los frijoles, de los huevos fritos y se convierte en un deleite con una tortilla recién salida del comal de barro que limpian con un trapo húmedo cada vez que terminan de hacer tortillas.

Antonio pidió que fueran a comprar queso y crema para la cena, que revisaran si había suficientes huevos criollos, porque a decir de él, son mejores.  Opino lo mismo, pero uno se resigna y acostumbra a lo que encuentra en la tienda de la esquina, pero, a pesar de tener la costumbre, no me opongo:  No cabe duda, los huevos criollos convierten una cena en especial.

Ya todos están listos.   Hace unos minutos terminó la cena y limpiaron la mesa.   Ahora la mesa se ha transformado en una impresionante exhibición de fruta, golosinas, tres picheles de fresco de tamarindo con cubos de hielo y varios vasos boca abajo en un pequeño mantel de tela, doblado para que sólo cubriese el centro de la mesa.

-  Niños, presten atención.  – Dijo Antonio mirando especialmente a mis hijos – Su papá quiere que les cuente mi aburrida historia, pero yo les quiero dar la oportunidad de retirarse si lo desean.   Ustedes tendrán la oportunidad de hacerlo cuando lo deseen, pero a los míos – dijo esto, mirando a sus hijos que estaban cerca – si quieren irse desde ya, tienen mi permiso.

Todos rieron, porque los niños lo miraban con interés, pero les costaba quitar la vista de las golosinas y aceptar una invitación a retirarse equivalía a perderse el banquete y con sus gestos dijeron:  ¡Ovídese, no queremos irnos!

De aquí en adelante, procuraré dejar a la imaginación lo que sucederá con los niños mientras Antonio cuenta su historia.   Bastará con un gesto de aprobación de sus madres para que los niños tomen el plato que les corresponda y sin interrumpir la plática las damas llenarán los vasos de refresco y así, supongo, que podrán tener idea de todo lo que sucede mientras una historia se relata.

- Cuando era un niño, como ustedes, vivía en La Máquina, cerca de la casa de su papá y aunque era un poco más pequeño que yo, desde entonces, somos amigos.  Nos dejamos de ver cuando yo me fui al ejército a inicios de los noventa, del siglo pasado, por supuesto, y varios años después nos vimos en la ciudad capital, donde estudiamos algunos cursos de la universidad juntos.

Así empezó Antonio aclarándole a mis hijos el inicio de aquella amistad.

- Nuestra niñez transcurrió como sigue siendo normal para muchos hoy en día.  El piso de la casa era de tierra, mamá barría ese piso con mucho cuidado, "No se trata de rascar", le decía a mis hermanas cuando les estaba enseñando ese delicado oficio.  "Para mantener nivelado y que se vea bonito, la tierra suelta se lleva a los hoyitos que se forman y después se riega el agua pringándola con cuidado, no se tira la palanganada de agua con brusquedad para que no levante la tierra que acomodamos y para que no se haga un lodazal".  Esas eran las instrucciones de mi madre que, además de enseñar a las chicas, a todos nos prohibía sentarnos en las camas durante el día. Todas las camas, unas con catre de madera y otras de metal con remiendos de pita de nylon, estaban casi entrelazadas para lograr que cupieran en el único dormitorio que era nuestra casa.  "Las camas son para dormir y se duerme por la noche", nos decía para justificar su interés en que se viera bonita su casa con todas las camas "compuestas". Una cama compuesta era aquella a la que, le habían extendido las sábanas, colocado las almohadas, hechas por mi madre, en la cabecera y le habían quitado el pabellón o mosquitero, que por las noches nos libraba de la plaga de zancudos que compartían la noche con nosotros, para intentar extraer un poco de sangre de nuestros enjutos cuerpos que, nuestros padres, alimentaban con más amor que comida.    Éramos felices y soñábamos con cosas muy sencillas.

-  He conocido gente buena que se compadece de los pobres, pero no pueden comprender cómo es posible que alguien sea feliz “sin las cosas básicas”, per no saben, que el pobre, ni siquiera conoce esas cosas básicas a las que ellos se refieren y por eso, no las anhela.  Jamás en mi niñez hubo Korn Flexs en mi casa, ni ketchup siquiera.   Pero cuánto daría esa gente por probar la salsa que hacía mi madre, aún ahora puedo decir que no existe ketchup que la supere.   Difícilmente comprenderán que, un guatemalteco pobre, descartando a esos que los enferman de resentimiento contra los ricos, vive felíz con lo que tiene y su dignidad lo que le pide es oportunidades de trabajo para obtener lo que necesita con su esfuerzo, no, nunca será digno que se lo regalen como si fuera un inútil.    Hay personas que son pobres porque la desgracia les ha visitado con mucha crueldad y en esos casos, todos los pobres que le conocen, los de buen corazón, desean profundamente que alguien le ayude, porque ellos no pueden.  Pero fue vergonzoso que un gobierno reciente ayudara sin ton ni son, para demostrarle a la gente que Guatemala tiene dinero sin límites y que ellos estaban dispuestos a repartirlo por siempre, asegurándose el voto de todos los holgazanes que ya no buscaban trabajo sino la forma de asegurar que la repartidera no cesara:  Listos para ir a votar, a botar la dignidad de todos.

- Vuelvo a la historia que me pidieron contar.   Sólo les menciono esas cosas para que sepan que, desde ningún punto de vista que la razón pueda digerir, a mí me podrían convencer de ir a asesinar guatemaltecos porque eran pobres o indígenas.

-  En aquel tiempo, no había electricidad en La Máquina, la noche buena era buena si había luna llena, porque eso nos permitía jugar fuera de la casa y reventar cohetes hasta que llegara la media noche.   Los cohetes los reventábamos uno por uno, porque sólo nos daban dinero para uno o tres paquetillos que apreciábamos mucho.   Desarmábamos el paquetillo de cohetes y nos los echábamos a las bolsas del pantalón, despenicados, decíamos, para irlos quemando con un tizón que a pesar de los regaños de las mamás, tomábamos del polletón.  El polletón es, eso que no usan en la capital porque tienen estufa, pero pueden verlo allí donde está el comal de las tortillas.   – Todos los niños voltearon a ver el polletón sonriendo al imaginarlo comparado con la estufa.   Antonio continuó luego -  Una vez que me acerqué mucho el tizón a la bolsa donde guardé mis cohetes, la mecha de un cohete que se salía de la bolsa se encendió y al reventar, encendió todos los cohetes en mi bolsa, casi dos paquetes tenía allí.  Al principio no sabía donde tronaban los cohetes, pero luego, mi adormecida pierna empezó a doler muy, muy rico para indicar dónde habían reventado los cohetes.   Hasta un año después volví a reventar cohetes porque no aprendí la lección que eran peligrosos.

Todos los niños rieron por las muecas de Antonio mientras les describió aquel incidente.  Algunos, aquellos a los que ya les ha reventado cerca o en la mano un cohetillo, hicieron mueca de dolor y risa cuando se imaginaron los cohetes reventando en la bolsa del pantalón de Antonio e instintivamente se llevaron las manos a las bolsas de sus pantalones.   Yo no lo imaginé, porque me bastó recordar aquella noche de luna llena, humo, truenos y los quejidos de Antonio cuando el dolor se agudizó.

- En ese tiempo jugábamos a policías y ladrones.   Estábamos seguros que los policías eran buenos y los ladrones malos.   Ahora ya no se sabe.  Los ladrones se consideran buenos como Robin Hood, que robaba para los pobres, pero estos ladrones roban para los pobrecitos que son ellos mismos.   Los policías también comparten opinión con Robin Hood y todo aquel que tiene algo que le puedan quitar es un malvado porque no lo comparte con ellos y lo convierten en infractor de algo para que se caiga con un poquito.  Hasta terminan filosofando como Arjona que cree que Dios no sabe dividir y por eso hay gente que tiene mucho y gente que tiene muy poco, así que, le quieren ayudar a Dios en “esa división que hizo mal”.  – Antonio no pudo dejar de reír al mencionar al destacado artista recién condecorado por el presidente de la República con la orden del quetzal, y como si no le hubiese bastado, agregó en son de broma – Desconoce de Dios porque cree que no se debe leer la Biblia y sólo se trata de practicar el amor, por eso no se enteró que Dios dijo “multiplíquense” y tercamente quiere demostrar que uno más uno es uno, mientras que una sencilla multiplicación le hubiese dado la respuesta que buscaba.   Un día comprenderán que en el matrimonio “la multiplicación” no sólo se refiere a tener muchos hijos, sino a vivir y luchar por la otra persona y la otra persona lo hará por uno:  Yo por ella y ella por mi.   – Diciendo esto, volvió a sonreír consciente que los niños no entenderían eso y era necesario cambiar el tema.

- Un día, cuando ya sean adultos, espero que me visiten para que les comparta como lograr un matrimonio feliz.  La gente se prepara muchos años para ejercer una profesión, pero no se prepara ni un mes para preparar su mente y corazón para compartir la vida con un extraño en eso que llaman “matrimonio”.  Por eso truenan muchos.

- Sigamos entonces. – continuó Antonio – Desde niño, yo sentí el deseo de ser un soldado.  Quería servirle a mi patria y cuando estaba en la primaria y me nombraban abanderado, sostenía la bandera y cantaba el himno nacional con todo el corazón, diciéndome que un día cantaría ese mismo himno, mirando esa misma bandera, pero yo sería un soldado de Guatemala y eso significaba, para mí, ser un héroe, porque uno estaba dispuesto a dar la vida por su patria.   El soldado, como ser humano con temor natural, no piensa que está dispuesto a matar, sino a morir, porque ese es el riesgo que correrá.

- Yo quería terminar mis estudios porque me habían dicho que al saber leer, escribir y escribir a máquina, uno resultaba más útil en el ejército, porque la mayoría de los que agarraban a la fuerza para llevarlos al ejército no tenían estudio.   Por aquel tiempo nos desarmaron los equipos de las chamuscas de las tardes, porque agarraron a unos y otros se presentaron voluntariamente al ejército para prestar su servicio militar.

- Un domingo, cuando fui a pasear al Centro-2, en un descuido, las rudas manos de dos hombres aprisionaron mis brazos y me llevaban a la oficina de correos donde ya tenían a varios muchachos que un camión del ejército llegaría a traer por la tarde.   Por mi mente pasaron los comentarios que había escuchado:  “Nunca, nunca te presentes para cumplir tu servicio militar, porque a los que se presentan voluntariamente los tratan mal, peor que a los que agarran” por eso, pensaba que había sido bueno que me agarraran, porque de todos modos, un día pensaba ingresar al ejército y cumplir mi propósito de ser un soldado.

- Mientras abrían la puerta de metal de la oficina de correos para encerrarme, se les acercó uno de ellos, más joven que los que me presionaban los brazos previniendo un intento de fuga y les habló:  Ese patojo está estudiando, suéltenlo.   Me miraron como quien atrapa un pescado y le dicen que es de los que no se comen y no queriendo perder la presa, le preguntaron al que les había hablado si estaba seguro y él, con mucha seguridad,  les contestó que sí, que yo era compañero de estudios de su hermano menor y que no había duda.  Me soltaron allí mismo y uno de ellos todavía me dijo:  ¡Qué te valga patojo!

- La oficina de correos tenía una pared de block de un metro y veinte de alto, con malla metálica arriba.   Me quedé un rato mirando a los muchachos que ya tenían encerrados, algunos estaban sentados abrazándose las piernas flexionadas y la cara entre las rodillas para que los curiosos no notaran que lloraban, mientras otros hablaban con su familia a través de la malla metálica, llorando desconsolados y tratando de encontrar una solución para aquella desgracia que les había tocado.     Pero yo estaba afuera, mirando aquellas escenas y también a aquellos muchachos serenos, los otros que estaban encerrados pero no habían comprendido la magnitud del problema, porque era algo que deseaban como yo, o porque ya sabían que alguien los sacaría.    Sentí pena por no estar allí encerrado y demostrar mi valor en esas circunstancias sustituyendo a uno de los que más lloraban, porque se los estaban llevando al ejército y sus vidas correrían peligro, ese era el temor de los padres que también lloraban, anticipadamente, a sus hijos allí encerrados.     Que mueran otros, no mi hijo, se dirían en su acongojado corazón.   – Los niños demostraban con sus expresiones que se imaginaban aquellas escenas y la mayor de mis niñas, casi con lágrimas en los ojos, no pudo contener una expresión cargada de compasión: “¡Pobrecitos!”

- Me fui de aquel lugar, prometiéndome que nunca me consideraría un buen guatemalteco si no portaba ese honroso uniforme chipilín, como le decíamos al uniforme camuflageado que usaba el ejército en aquel tiempo.  Ese verde chipilín era el símbolo de la lucha por la libertad, la libertad de luchar cada uno por su desarrollo con dignidad y no mendigando lo que el gobernante nos pueda regalar.  No me agrada ese verde olivo liso, impuesto a los soldados por los exguerrilleros que han gobernado en los últimos años.   Porque ese verde olivo recuerda a Fidel Castro y era el que usaba la guerrilla, supongo que lo han hecho para que el color no les resultara chocante, porque les recuerda su miserable derrota y para que un día lo vistan sus cobardes comandantes, los que sólo empujaban a los campesinos a enfrentar a su ejército, mientras ellos, estaban cómodos en un lugar alejado y seguro.

- Esa ocasión que estuve a punto de caer, caer en la redada que hicieron para llevar muchachos al ejército, no fue la única, las hacían con cierta frecuencia y la sorpresa era su principal característica. Algunos fines de semana después de la última redada, los muchachos volvían a continuar con su vida, trabajo de agricultor de lunes a sábado con sus chamuscas de la tarde y el domingo era para ir a ver fútbol al campo, pasear y ver muchachas para conseguir novia.     

La sonrisa de los niños coronó este último comentario, como diciendo: ¡Qué bueno que no todo era tristeza!

No cabía duda.  Era la misma historia de la que yo sabía una parte, me habían contado fragmentos y me había algunas escenas, pero, ahora la escuchaban mis niños, en lo que cabe.   Antonio les hacía gestos que reforzaban lo que decía y su mirada recorría los atentos ojos de todos los niños presentes, para dejarles claro que les contaba la historia a ellos, que no era una plática de adultos y que ellos eran importantes allí.  Aunque nunca dejaban de comer golosinas, lo hacían lentamente para no perder detalles de lo que Antonio les relataba.

- Una día, la vecina me mandó a llamar.   Quería que le escribiera una carta para su hijo que estaba en el ejército, con poco más de tres meses de estar allí.   Ella no sabía leer ni escribir.  Me contó que una su sobrina se la había leído pero que su sobrina no podía escribir bien y por eso necesitaba que yo se la escribiera; me quiso dictar y me resistí.   Le dije que no podría escribir la respuesta a una carta que yo no sabía qué decía.   Movido por mi curiosidad le dije que me permitiera leer la carta y así le podría ayudar mejor a escribir la respuesta.   La mujer dudó un momento y luego accedió, considerando razonable mi petición o tal vez, aún sin saber leer, como suele ser que la inteligencia no discrimina, concluyó que con la respuesta podría imaginar lo que le había dicho su hijo en la carta.   Así que, se convirtió en una norma.   Cuando quería que le escribiera una carta a su hijo, de una vez me daba la carta que él había enviado, para que yo pudiera leerla, antes de redactar lo que ella le quería responder.

- Las cartas de aquel soldado eran la esencia de la desesperación.   Le decía a su madre que si lo quería volver a ver vivo, que lo sacara de allí lo más pronto posible.   Le contaba la realidad que vivía:  “Ayer mataron a dos de mi pelotón, hoy mataron a un mi amigo, entramos juntos, era de Jutiapa”.  Detallaba lo de sus compañeros caídos en combate, asesinados por los guerrilleros.  Le contaba a su madre, cómo cada día sacaban muertos para llevarlos a sus familias y que de un momento a otro, le tocaría a él, si ella no se apresuraba.

- Las respuestas de la preocupada madre, se limitaban a informarle al soldado, lo que decía el abogado que la estaba ayudando.   Por mi parte, después de escribir lo que ella me dictaba, me tomaba la libertad de darle palabras de ánimo, diciéndole que mientras tanto, tuviera ánimo, que Dios le guardaría la vida y que recordara que él, su hijo, Dios sabía, no estaba allí por su gusto para hacerle daño a nadie, que él era de los buenos, que los malos eran los otros, que ellos eran los que no respetaban la ley y que toda la gente quería y respetaba mucho a sus soldados.    Pero las cartas desesperadas siguieron llegando y seguí siendo llamado a darles respuesta.

- Un día, desde mi casa vi cuando aquel soldado llegaba a su casa y como aquella vecina tenía tienda, empecé a caminar lentamente hacia la tienda para seguir los detalles de la escena con la mirada.  Se saludaron, para mi decepción con poca emoción, como si él sólo hubiese ido a la esquina.   Aunque era lo normal en casi toda la gente de la costa, por el peligro en el que él le contaba a su madre que estaba, esperé que la fuera a abrazar y alegrarse de estar vivo para ver a su madre.   En mi familia éramos un poco diferentes, porque mi madre nos besaba en la boca, lo mismo que a nuestro papá y entre hermanos también nos saludábamos con abrazo y beso en la boca a las hermanas y en la mejilla a los hermanos.

- Me enteré que aquel soldado había salido de “franco”.  Franco le llaman al permiso que les dan en el ejército cuando es de pocos días y “licencia” cuando es por varios días.  Entonces me dije: “Este soldado, por lo que leí en sus cartas, sólo que esté loco regresa al ejército”, pero, para mi sorpresa, cuando concluyó su permiso, volvió al ejército.   Entonces me surgió la duda: ¿Qué pasó con este soldado?  ¿Ya no temía morir?  ¿Le dió más miedo vivir como un cobarde que perder la vida como decía en sus cartas?   ¿Algún día averiguaré lo que le motivó a volver?.   Habían cosas que no me explicaba y me incliné a creer que había algo que los convertía en verdaderos héroes que estaban dispuestos a dar su vida por Guatemala.   Un día me enteraría de eso, porque yo, yo también sería un soldado de Guatemala.

- Mi hermano mayor también se hizo soldado.   Se presentó voluntariamente al cuartel general, la zona militar número uno.   Tenía un par de meses de haber ingresado cuando mi papá lo visitaría y, afortunado yo, fui elegido para acompañar a mi papá.  Aunque mi papá nos contaba que había estudiado el básico en “El Aqueche”, un instituto público de la capital, no conocía muy bien la ciudad capital y cuando fuimos a ver a mi hermano le pidió a un taxi que nos llevara.    El tramposo taxista nos dejó como dos cuadras antes, desde donde ya se miraba la entrada principal de aquella zona militar a la que llamaban “Cuartel de Matamoros” y como excusa el taxista nos dijo que no se podía acercar a la entrada del cuartel porque el ejército tenía  diseñada la carretera frente a su entrada principal con una extraña combinación de desniveles que provocaría que su carro volcara si se acercaba mucho.  Vale decir que mientras caminaba junto a mi padre hacia aquel, para mí, imponente portón, miré con mucho cuidado aquella calle por la que íbamos, tratando de descubrir los desniveles que el perezoso taxista mencionó.   Empecé a sospechar que era mentira, pero le otorgué el beneficio de la duda que le retiré unos años después.

- Identificaron a mi papá en “La Guardia de Prevención”, como le llaman a los que están en la entrada de los cuarteles y nos dejaron pasar con un soldado guía que nos acompañó hasta una plazoleta donde los soldados recibían a sus visitas.    Mi hermano salió, me abrazó y luego besó y abrazó a mi padre, pero no lo podía soltar.   El cuerpo de mi hermano mayor convulsionaba llorando aferrado a mi padre, quien tampoco pudo evitar que gruesas lágrimas rodaran por sus mejillas mientras abrazaba a su querido hijo, aquel hijo que no podía dejar de llorar mientras buscaba refugio en el pecho de su padre, pero procurando, tal vez avergonzado, evitar que los demás lo vieran llorar de esa manera.

Antonio no pudo continuar su relato, su voz se quebró y aunque su rostro quiso mantenerse sereno, con ambas manos intentó ocultar las lágrimas que brotaron en tropel de sus ojos.   Los niños, al verlo conmovido, tal vez no entendieron la razón de su llanto, pero entendieron muy bien el lenguaje del corazón y lloraron también, pero sus boquitas no podían controlar las muecas del niño que llora intentando resistirse.  No, los niños no sabían que el papá de Antonio falleció ya hace más de diez años, pero el tierno recuerdo de esa persona tan especial, quebró su relato.     Fue una pausa que todos respetamos y en ese momento sentí un insoportable cargo de conciencia por haber provocado aquel recuerdo que conmovió al buen Antonio.

Le hice señas a Antonio para que concluyéramos allí, pero él sólo me mostró la palma de su mano con el movimiento que se usa para pedir tiempo y luego, con su dedo índice hizo el gesto indicando que no, que no era necesario interrumpir el relato.

- Mi padre y mi hermano se sentaron, mi hermano recibió el pañuelo que mi papá le pasó para secar sus lágrimas y mientras mi hermano continuaba procurando ocultar su llanto del resto de la gente, agachado y pegado a mi papá, no pudo ver a su padre limpiando sus propias lágrimas con aquellas manos llenas de cayos, resultado del duro trabajo de todo agricultor.        Yo estaba impresionado, pero sereno, mirando a toda la gente y notando que la escena de mi hermano con mi padre, con ligeras variantes, se repetía en otros grupos de personas alrededor de un soldado.   Por alguna razón, no querían que los vieran llorar, pero no podían evitar hacerlo.  En esa ocasión debí llorar y no ahorita que les estoy contando.  – Dijo a manera de disculpa que todos correspondieron con una leve sonrisa de comprensión, como diciendo: No te preocupes Antonio, nosotros entendemos.

- En esa ocasión me dije:  Los soldados sufren por Guatemala y los consideré héroes. Muchachos que no disfrutaban de la vida como otros, sino que enfrentaban una dura prueba en su formación y un destino incierto con asesinos que consideraban autorizado y hasta celebrable, asesinar a cualquiera que portara el uniforme.  Entonces volví a decirme: “Quiero ser un soldado de Guatemala”.   Ahora me parece extraño que en mi niñez, en lugar de sentirme intimidado por lo que veía, me haya sentido retado a ser uno de aquellos que, para mí, defendían a Guatemala de algo que era tan malo, que asesinaban a cualquiera para lograr lo que querían.

- Volvimos a casa con mi papá y después de haber visto a mi hermano como un soldado y haber recibido de él, algo que le había pedido: retazos de uniforme de soldado que después le pediría a mi madre que  los incorporara a mis pantalones, en lugar de las bolsas traseras o como bolsas a los costados como las bolsas de los pantalones de un soldado.           Todos mis compañeros de la secundaria han de recordar esos pantalones modificados que para ellos pudo ser una extravagancia pero para mi, era el sello de que dentro de mi, había un soldado que quería defender a su patria.

- Por aquellos días, sonaba en la radio una canción que aún ahora debería seguir sonando: “Mi hermano es un soldado que cuida las fronteras de mi patria”, decía también: “Un soldado, es un hijo, un amigo, un hermano.   Un soldado, es un ser querido a quien amamos”.              Escuchaba esa canción y recordaba a mi hermano, confiando que un día, mis hermanos pequeños escucharían esa misma canción y al igual que yo me sentía orgulloso de mi hermano, ellos se sentirían orgullosos de mí.

- Dar la vida por la patria es algo teórico para muchos, no es real, sólo lo dicen por decir, porque en la realidad no arriesgan ni un dedo por los demás, sólo ven por sus propios intereses.  Pero para mí, eso de dar la vida se convirtió en un riesgo real, cuando llegó aquella triste noche que marcó mi vida.  La noche en la que llevaron el cuerpo sin vida de un soldado hijo de unos vecinos.

- Un día, se supo la noticia de la muerte de un soldado y que esa noche traerían su cuerpo.   Costaba creerlo y empecé a recordar a aquel muchacho:  Era uno de los pocos que tenía el cabello crespo y se alegraba tanto de aquello que mientras jugábamos las chamuscas de la tarde, no desperdiciaba ocasión para hacer alarde de eso, sacando su peine para peinarse, mientras todos los demás no podíamos contar con ese tipo de obediencia de nuestro cabello al que le gustaba estar “firme”, o dicho de otra forma, éramos pelo parado.  – Los niños rieron viéndose unos a otros y Antonio sonrió con ellos para luego continuar. –  Así que, aquel muchacho no se pudo salvar del apodo: “Pelo lindo” y como suele suceder, olvidamos su nombre real y sólo le conocíamos por sobrenombre o apodo: “Pelo lindo”.

- “Mataron a Pelo lindo”, decía la gente, “y esta noche lo traen”.  Esa oscura noche, por grupos pasaban los vecinos rumbo a la casa de la familia que había perdido a su muchacho.  Con unos amigos también caminábamos apenas mirando la calle para ir a acompañar a aquella familia.    Mientras nos acercábamos veíamos la luz de las lámparas que las iglesias evangélicas les habían prestado para tan lamentable acontecimiento.       También les habían dado sus bancas y las iglesias esa noche no tendrían culto, porque la mayoría de los vecinos estaría allí, pretendiendo reparar aquellos destrozados corazones.

- La madre del soldado muerto era consolada por sus vecinas mientras arreglaban todo para cuando llegara el cadáver de aquel muchacho.   Poco  después que llegamos, llegaron varios vehículos militares y en uno de ellos llevaron el cuerpo sin vida de aquel muchacho cuya madre hubiese querido la opción de arrancarse el corazón para devolverle la vida a su hijo.   Pero ya no había esperanza, el muchacho estaba muerto y el dolor de su madre y del resto de su familia tendría que ir cediendo el paso a la resignación que le recomendaban todos para mitigar su dolor.

- Mientras los soldados llevaban el cuerpo de su compañero asesinado por la guerrilla, la madre les gritaba: “Ustedes lo mataron”, “Ustedes, lo mataron” con voz que se quebraba por el llanto y un puño alzado que se le caía sin fuerza, atravezado por la impotencia que sentía al comprender que no podría alcanzar al asesino del niño de su corazón.   Por mi parte, quise imaginar lo que pensaban los soldados, esos que llevaban a su compañero muerto, sabiendo que a ellos les podría tocar y la mujer del llanto sería su propia madre.   Después me enteré que los soldados creían que llevar el cuerpo de un compañero muerto a su familia, era más duro que estar en riesgo de morir.

- Recuerdo ese momento de dolor e imagino el que tuvieron que sufrir miles de familias guatemaltecas cuando les llevaron el cuerpo sin vida de su ser querido, asesinado por la infame guerrilla que ahora levanta el dedo acusador, victimizándose para que castiguen a aquel soldado que se vio enfrascado en una guerra que ellos mismos provocaron.   Pero ahora, como aquel que lanza la piedra y esconde la mano, se presentan como mansas palomas, pero vertiendo veneno, cual peligrosas víboras, con sus mentiras y dramas, porque para ellos, como lo dicen descaradamente: “La lucha continúa”, pero ahora siendo aún más cobarde su proceder, en aquel tiempo engañaban a extranjeros para que les enviaran dinero para financiar su guerra y ahora, pretenden engañar a los guatemaltecos para cobrar venganza con una justicia manipulada.
 
Nuestra bandera nacional es preciosa, muy preciosa, pero nadie, nadie desea el honor de que se la entreguen cubriendo el cuerpo sin vida de un hijo amado.
 

- Muchas madres, miles de ellas, estrujaron la bandera contra su pecho, con un llanto tan amargo que les hacía imposible pensar: “Ojalá que haya valido la pena”.   No, ellas no podían pensar en ese momento de dolor, ese momento que su corazón no podría olvidar jamás y, cuando los demás creen que llegó la resignación, sus marchitos ojos atestiguarán por siempre, que con la muerte de sus hijos, una parte de ellas murió también.   Pero estas no son las madres que llegan a hacer drama victimizándose con una ensarta de mentiras para castigar a nuestros soldados que no pudieron asesinar como a los otros.   No, las madres de soldados, además de su dolor, deben sufrir también el atropello que hacen a su memoria pretendiendo condenarles por “GENOCIDIO”, porque la condena a un soldado por genocidio implica condenar a todos.

- Debo continuar con la historia.   Esa historia que estamos viviendo todavía y espero que su conclusión sea para bien de todos ustedes que ahora son sólo niños.

- Terminé mis tres años de básicos en el IMCUBA, en el Centro Dos de La Máquina.  

- El bachillerato en computación lo estudié en Mazatenango, como huésped en la casa de una tía muy especial.   Por aquel tiempo, “Bachillerato en Computación” todavía era una novedad y para mí, era un paso previo a ser un soldado del ejército de Guatemala.   Mientras cursaba el bachillerato, dos de mis compañeros habían estudiado un par de años del básico en “el Hall de Reu”, un instituto cívico-militar pensado para motivar a los muchachos a seguir la carrera militar y, gracias a lo que me contaron, comprendí el significado de Escuela Politécnica, un lugar especializado en formar soldados profesionales.  Era un requisito contar con un título de nivel medio y un ferviente deseo de ser soldados del ejército de Guatemala.

- Mientras estudiaba el bachillerato, representando a mi colegio, participé en las olimpiadas de ciencias que organizan en diferentes regiones de Guatemala y, por haber puesto en alto el nombre de mi colegio con un primer lugar en matemáticas y un segundo lugar en física, las autoridades de aquel colegio con pocos años de existir, como una consideración de su parte, cuando estaba por graduarme, me hicieron una oferta.

- Difícilmente hubiera evitado que algunos maestros y directores se enteraran de mi intención de ser un soldado, porque yo lo contaba y, para ser un mejor soldado, ya había tomado la decisión de ingresar a la Escuela Politécnica.

- El profesor de filosofía, que tenía más licenciaturas que quetzales yo en los bolsillos, fue el encomendado para hacerme cambiar de opinión.   Daba clases y era uno de los fundadores de la extensión de la Universidad de San Carlos que en ese tiempo operaba en el instituto “Méndez Montenegro” de Mazatenango y seguramente, cuando le pidieron convencerme de no ser un soldado, no cantó victoria, porque ya habíamos platicado en otras ocasiones y sabía cómo sería aquella plática conmigo.  Me invitó a una gaseosa en la cafetería del colegio y me dijo: “¿Es cierto que querés entrar a la Escuela Politécnica?” y viéndole con una sonrisa le confirmé, sin hablar, sólo moviendo lentamente mi cabeza de arriba abajo un par de veces.    No pude evitar la sonrisa, porque hacía un par de días, mientras impartía su clase de filosofía, después de explicarnos los tipos de falacias, esas formas de mentir que uno tiene que advertir en su mundo real, quiso jugar con silogismos y enredarnos con juegos de palabras y me pareció tan curioso ese juego que terminé  “jugando” con él, como lo hacía varios años antes con otros niños y poco rato después, con cierta confusión en su rostro se dio por vencido y al notar que todos se reían les dijo:  “Este montañés me está confundiendo y ustedes no se rían, que, aunque son de la ciudad, son más montañeses que él y no creo que hayan comprendido la enredada que me dió”.   Nadie se dio por ofendido y reímos todos, hasta el profesor, porque era muy agradable aquel anciano profesor.     Por ese incidente y porque un par de veces antes, ya me había citado a la cafetería sólo para reclamarme con forzada seriedad, porque le divertía también, mirándome directo a los ojos, me decía en tono serio: “No me confundás en la clase!”, “No sé qué sabés, pero no te puedo seguir el juego!”, “Qué chingás hombre, yo pongo ejemplos para enredarlos y siempre me terminás enredando a mí, así que, en adelante, dejame que juegue con la mente de tus compañeros y no te metás hasta que te diga!”.   Eso dijo en su última plática y ahora, allí estaba yo de nuevo, en el banquillo de los acusados, pero extrañado por aquella pregunta que me había lanzado a manera de saludo.

- Inició su plática haciendo referencia a una debilidad que advertía en mí:  “Sos rebelde, no te gusta que te impongan su verdad, pero te cuento que tengo amigos que son coroneles y, de acuerdo a lo que me cuentan, aún con ese alto rango, siguen teniendo alguien arriba que les da órdenes.   No creo que podás resistir eso.”  Sin saber él, mi profesor, que su última frase convirtió todo su argumento en un reto para mí y le respondí con la misma cortesía y consideración que él me había brindado:  Mi verdad es que quiero ser un soldado, porque siento que mi país me necesita.  Entiendo que debo obedecer órdenes y no considero denigrante, para nadie, obedecer a aquellos que persiguen su mismo ideal:  Servir a la patria y a su gente.

- “Pero sos respondón”, me dijo, “No te quedás callado, cuando digo algo equivocado y en la primera oportunidad que se te presenta, hacés la corrección del punto que no te pareció y no te digo nada porque tus compañeros no se dan por enterados”, luego de una pausa agregó: “Lo hacés por chingar en la clase o porque no podés contenerte, pero lo hacés y eso no será posible cuando te den órdenes tus superiores; aunque estén equivocados.  ¿Qué harás para lidiar con ese tu defecto?”.   Le volví a contestar a mi profesor:  Obedecer atenta contra nuestra comodidad y muchas veces por eso se desarrolla cierto impulso a cuestionar las órdenes que se reciben.  Eso sucede con muchos jóvenes que buscan un argumento para no obedecer a sus padres, sin que les importe si su argumento es consistente.  Comprendo que iré a un lugar donde viviré cosas difíciles y he procurado prepararme mentalmente para ser un buen soldado que sabe obedecer a pesar de su comodidad, pero también con criterio para identificar órdenes que, por su absurda naturaleza, convenga más desobedecerlas que atentar contra mis propios principios e ideales.

En la sonrisa que iluminaba el rostro de Antonio, se notaba que estaba volviendo a vivir aquella escena con su profesor.   Luego de una breve pausa para tomar un vaso de agua, Antonio continuó con su relato.

- Mi profesor no supo que dos años antes, cuando ya casi terminaba tercero básico en el Parcelamiento La Máquina, el director y algunos profesores me llamaron, con un par de amigos, a una reunión donde también estaban las autoridades de la Cooperativa del Instituto.   Nos habló el presidente en el tono más grave que quiso:  “Jóvenes, nos dice el señor director que ustedes están tomando decisiones sin contar con ellos.  Esa actitud no es correcta, deben consultar todas las cosas con sus profesores” y pedí la palabra para decirles:  “Nuestros profesores, durante estos tres años, han insistido en que debemos tener iniciativa, que aprendamos a tomar decisiones y a ser independientes porque eso nos sería útil durante toda la vida.  Ahora, parece que hay un mal entendido, tal como aquel padre que le dice a sus hijo ‘Ya estás grande, es una vergüenza que todavía no puedas hacer esto o aquello’, pero, cuando aquel mismo niño le pide permiso para otra cosa que el padre quiere prohibir, le dice: ‘No, estás muy pequeño, eres un niño y no puedes pedir eso’.   Qué confusión para el niño: Ya es muy grande para lo que le conviene al padre, pero es muy pequeño para lo que el niño desea.  Algo similar están haciendo ustedes:  Nos enseñan y exigen tener iniciativa y ser independientes, pero ahora nos cuestionan porque decidimos no abrumar a nuestros profesores al organizar nuestra fiesta de clausura de tercero básico”.    Así es mucha gente con los soldados:  Esperan que sean valientes, que luchen y hasta mueran por su patria si es necesario, pero ahora, con vergüenza vemos que los pretenden juzgar por las consecuencias de lo que otros provocaron.   Algún día, niños, entenderán a cabalidad, esto que les estoy explicando.

- Pero seguiré con la plática de mi profesor de filosofía.  Platicamos un buen rato y en su plática se fue serenando y en lugar de resignarse porque yo no aceptaba sus razones, hubo un momento que pareció complacido por las razones que le daba para justificar mi deseo de ser un soldado.   Después de la plática, mi profesor quedó bastante tranquilo, porque pudo notar que no era un arrebato de mi parte, que lo tenía pensado desde hacía varios años y que era algo muy importante en mi vida. En un momento de la plática le dije que no quería ser como aquellos que desean hacer algo pero no lo hacen y terminan empujando a sus hijos para que hagan aquello que ellos querían hacer.   Platicamos y reímos como si fuésemos amigos: Él me daba consejos y yo conservo esos y otros consejos que personas respetables me han compartido.

- De alguna manera, aquel profesor informó a los directores del resultado de la charla y al otro día me llamó el director a su oficina, donde estaba con el subdirector y me habló con seriedad, para que yo advirtiera la importancia del asunto que pretendían tratar conmigo.   – Los niños, al escuchar que habían llamado a Antonio a la oficina del director, abrieron los ojos casi le dijeron con la sonriente expresión:  ¡Te metiste a problemas Antonio!   Pero Antonio continuó después de una leve sonrisa, correspondiendo al gesto de los niños.

- “Antonio”, me dijo el director, “Nos han dicho que usted quiere ser soldado” y continuó sin esperar respuesta de mi parte, “Sólo queremos que pueda elegir, ya que, suponemos que la condición económica de su familia le ha inclinado a esa opción y hemos hecho los arreglos para que disponga de una beca completa en la universidad que usted elija”.   En ese tiempo, yo no tenía la más mínima idea acerca de las fortalezas de cada una de las universidades de Guatemala, como la tengo hoy, por lo que, estoy seguro, mi elección no hubiese sido la más sabia.   Y como noté que, ahora sí, esperaban respuesta de mi parte, les respondí con la misma solemnidad que me hablaron:  Agradezco mucho esa oportunidad que me conceden, sin embargo, por mis propias aspiraciones, tengo tres carreras elegidas en el siguiente orden:  Primero, ser un soldado, si no me es posible, seré matemático y si eso tampoco se me hace posible, seré un ingeniero en sistemas.   Para mi segunda y tercera opción, la beca que me ofrecen es la única forma de obtenerlas.   Seis meses necesito para confirmar si lograré mi primera opción, si fracaso, volveré por la ayuda que me ofrecen y quiero darles las gracias por la buena intención que tienen conmigo.  Les dije que desde mi niñez había deseado ser un soldado e intentaría lograrlo.

- Les conté muchas cosas que no les repetiré para no aburrirlos, porque algunas de ellas ya las he mencionado y otras las mencionaré más adelante.   

- Cuando se supo en las cercanías de mi casa en La Máquina que iría a la Escuela Politécnica, algunos apostaron que se cambiarían el nombre si resistía un mes en la Escuela y otros no apostaron pero decían que yo no tenía lo necesario para ser un soldado.   Mi estatura se salía un poco del promedio, con casi un metro ochenta, pero mi constitución parecía frágil con menos de ciento treinta libras de peso.   Para completar el paquete, ya de por sí no disfrutaba tanto de las chamuscas de las tardes, prefiriendo el puesto de portero y cuando iniciaba primero básico, en un accidente me lastimé el pie derecho, con un mes en cama y la excusa perfecta para no volver a jugar futbol.   Mi pié se resintió casi un año y me fue necesario asistir a clases en motocicleta, no en bicicleta como la mayoría de mis amigos, dejando claro que era un debilucho para el promedio de los campesinos.  Pero no sabían que encerrado en mi casa, hacía ejercicios todos los días y no tenía esta barriga que ustedes ven ahora.  -  Todos los niños rieron cuando Antonio se palpó la barriga con ambas manos. - A medio día, cuando niño, antes de ir a estudiar por las tardes, me encerraba en el único cuarto de la casa con techo de lámina y hacía dominadas, abdominales, sentadillas y dominadas de barra colgado de las vigas de madera de mi casa, pero doblaba las rodillas porque mi estatura y la poca altura de la casa, no me permitían esta colgado de la viga sin arrastrar los pies.   Hacía ejercicio hasta que la visión se me nublaba, cuando sucedía eso, supongo que por debilidad, me detenía y espera algunos segundos hasta que recuperaba la visión y me bañaba a palanganazo limpio, para después, salir corriendo hacia el instituto. Casi siempre llegaba cuando la campana estaba sonando.

- Bueno niños!  Eso es todo lo que sucedió antes de ser un soldado y es todo lo que les pude contar antes de que Morfeo, el que provoca el sueño, les empezara a llamar a sus camitas.   Ya se terminó la fruta y las boquitas, así que, es justo que yo termine por hoy.

Mis niños sonrieron y miraron a su madre, sin que ella pudiera saber si le miraban para que los enviara a dormir como lo hace todos los días o esperando que les permitiera más tiempo despiertos.

Antonio volteó a ver a su esposa y preguntó si ya estaba lista nuestra habitación y con un gesto le respondieron que sí y luego nos guiaron a ella.

De los nietos de Antonio, sólo quedaban los tres más grandecitos y de mis niños, la más pequeña, Adriana, a media plática me buscó para sentarse en mis piernas, acomodándose poco  a poco y cuando Antonio decidió interrumpir la historia, ella dormía profundamente.

Nos despedimos deseándonos, mutuamente, felíz noche.  Al otro día, si Dios lo permite, a los niños les preguntaremos si desean que Antonio continúe relatando su historia.

Antes de dormir, mi esposa le preguntó a los tres niños que aún estaban despiertos si recordaban el salmo vespertino que hace un tiempo les enseño y lo dijeron: “En paz me acostaré y asimismo dormiré; porque sólo tú, Jehová, me haces vivir confiado”.   Dormimos muy bien, todos en la misma habitación, con dos camas y un colchón adicional en el piso.   Los niños en el colchón en el piso, las dos niñas en una de las camas y con mi esposa compartimos la otra cama.

Al día siguiente, estando ya todos despiertos, la madre, haciendo alarde de haber enseñado buenas costumbres a sus niños, les preguntó si recordaban el salmo matutino y ellos le complacieron diciendo:  “Yo me acosté, dormí y desperté, porque Jehová me sustentaba”.  Los felicitó y me agregué a esa felicitación.

Con limpias toallas en el baño no fue necesario desempacar para disfrutar una ducha que no necesitaba calentador.

Cuando salimos de la habitación, ya nos esperaban en la cocina para desayunar.   Un desayuno que casi parecía bufet, con frutas, arroz en leche con fresca leche de vaca, panqueques  y nos ofrecían también frijol, queso, crema y huevos fritos si lo deseábamos, pero nos conformamos con arroz en leche y las frutas que ya estaban en la mesa.

Mi esposa me miraba preguntándome sin palabras:  Nos vamos a ir o no?   Le hice señas que esperara, que ya veríamos.     Al terminar el desayuno, hice la pregunta de rigor.

- Chicos – les dije procurando atraer su atención - ¿Quieren escuchar la historia de Antonio cuando ingresó a la Escuela Politécnica?

- Qué cuente.  – Respondió el mayor, Josué, con doce años y con una sonrisa mirando a sus hermanos para ver si alguno se negaba, pero ellos, también dijeron que sí, casi al unísono.

Antonio les dijo que lo prometido era deuda y que lo haría pero quería que ellos le avisaran si se estaban aburriendo y así hacer una pausa, enviarles un rato a jugar y pensar en los detalles que podría suprimir porque era la primera vez que le contaba su historia, en exclusiva, a niños.   Ellos aceptaron avisarle.  Mientras tanto, mi esposa, a quien observaba de reojo, no pareció molestarle en absoluto y seguramente movida por la curiosidad, la noté interesada en conocer el resto de la historia.
 
En memoria de los soldados que dieron su vida por Guatemala
y de miles de humildes hogares que perdieron un ser querido defendiendo nuestra libertad: www.miEjercito.com
 
 
 
Cuando los guatemaltecos conozcan y valoren la verdad, la patria honrará a sus soldados diciendo: Gracias humilde soldado, porque diste tu vida por la libertad de tu pueblo.
 
Condenar de genocidio a un soldado de Guatemala, es condenarlos a todos, incluso a los que murieron a manos de los que hoy pretenden esta farsa de juicio.   No importa cuántos años tengan derrochando el dinero de sus cómplices con vallas publicitarias hablando de genocidio.  Tampoco importa cuán expertos sean para mentir dramáticamente, la verdad es que nuestros soldados eran indígenas y sólo en una mente enferma puede caber la idea que se les daría la orden de asesinar indígenas.  Decir que nuestros soldados obedecían la orden de asesinar indígenas o pobres, es insultar la inteligencia de los guatemaltecos que aman la verdad y la paz.
 
 
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